jueves, 30 de junio de 2016

Reloj de Vapor: Wolkenwerk

El secreto mejor guardado del Imperio Austro-Húngaro, el wolkenwerk (“Mecanismo de las Nubes”) es el nombre con que se conoce al conjunto de aplicaciones del wolkenstahl, un metal con la sorprendente capacidad de desafiar la gravedad. 

El principio tras el funcionamiento del wolkenstahl es el siguiente: Toda forma de materia se ve sometida a la presión omnidireccional provocada por los corpúsculos ultramundanos. En la presencia de grandes masas, como en el caso del planeta Tierra, la sombra que estas generan bloquea parte de los corpúsculos y resulta en que los cuerpos circundantes se ven empujados en su dirección, fenómeno conocido como gravedad. El wolkenstahl, en tanto, reacciona ante la presión de los corpúsculos rechazándolos y causando que estos reboten con la misma fuerza, tal como un haz de luz impactando un espejo. El resultado de esto es que el metal se ve vuelve inmune a los efectos de la gravedad, pues no se ve sujeto a la presión corpuscular, y por lo tanto su peso se reduce a cero. Más aun, también reduce a cero el peso de cualquier cuerpo que se encuentre sobre si, pues los corpúsculos que rebotan cancelan el efecto de aquellos que presionan en la dirección contraria. Posteriormente, la presión atmosférica circundante empuja al wolkenstahl en dirección vertical, resultando en la levidad del metal y todo lo que tenga encima.

Esta singular característica permite al wolkenstahl soportar cargas virtualmente infinitas, pues la cancelación del peso que este provoca vuelve irrelevante dicho factor. Esto, claro, siempre y cuando la carga esté completamente contenida dentro del perímetro de una base de wolkenstahl; segmentos que se encuentren más allá de este límite se ven sujetos a los efectos normales de la gravedad y por lo tanto pesan, aunque de igual manera pueden ser elevados si su peso total es menor a la presión atmosférica ejercida sobre el escudo de wolkenstahl que los sustenta. A nivel del mar, esto quiere decir que un escudo de wolkenstahl puede soportar un total de peso no-cancelado igual a aproximadamente 1 kilogramo por centímetro cuadrado que este tenga de superficie (ie, un panel de 1 metro cuadrado puede mantener en estado levitativo un máximo aproximado de 10 toneladas de peso no-cancelado). Esta capacidad disminuye a la mitad a aproximadamente 6.000 metros de altura sobre el nivel del mar y a una décima parte a los 12.000 metros.

Al ser sometido a flujos eléctricos, el wolkenstahl pierde gradualmente su capacidad de repeler los corpúsculos ultramundanos, lo que permite regular su potencia: Mientras mayor es el voltaje de la corriente, más permeable a la gravedad se vuelve el metal. Esto es empleado en la mayoría de las aplicaciones del wolkenwerk como un sencillo método para controlar la altura de edificios y vehículos sustentados por wolkenstahl. Asimismo, la combinación de este fenómeno con el uso de paneles móviles permite crear sistemas de propulsión que obvian la necesidad de hélices o turbinas.

Austria-Hungría utiliza el wolkenwerk para una infinidad de aplicaciones, la más importante siendo la sustentación del denominado Oberreich, el Alto Reino, el enjambre de ciudadelas voladoras que aloja a gran parte de la aristocracia, ejército e instituciones imperiales. Asimismo, la flota aérea austro-húngara, Wolkenflotte, depende en su totalidad del wolkenwerk; tecnologías como la levidad flogistrónica o la aerolítica nunca lograron ser implementadas en la nación germana.

La historia del wolkenwerk está íntimamente ligada a la evolución de Austria-Hungría como nación y sociedad, así como a los eventos que han dado forma a Germania y a la región centroeuropea en general. Por su parte, su misteriosa naturaleza ha sido foco de incontables intentos por replicarla, resultando en algunas de las tecnologías más peligrosas que la humanidad haya visto.

El Metal Milagroso de Békéscsaba

Cuando en aquel 6 de Julio de 1833 el ingeniero y geólogo húngaro Barnabás Kosztka llevó a cabo su por lo demás rutinario experimento destinado a dar con un método más eficiente para producir acero, lo último que esperaba tener que hacer era reparar el techo de su laboratorio. A fin de cuentas, no contaba con que la plancha de metal sobre la que trabajaba decidiera que no haría más caso de la fuerza de gravedad y optara por comenzar a caer en la dirección equivocada. Como si nada, Kosztka había dado con la manera de lograr que el acero volase.

Su descubrimiento rápidamente atrajo la atención del ejército austríaco, particularmente a la luz del peligro que la Sublime Flota del Sultán representaba para el límite oriental y de los recientes avances en levitación flogistónica acaecidos en Inglaterra, que ya hacían correr rumores de una inminente carrera internacional por adueñarse de los cielos. Pero cuando los enviados del emperador arribaron al pequeño poblado de Békéscsaba, se toparon con que el propio Koszkta no tenia total seguridad de como lo había hecho, y una improvisada demostración pública acabó en risas luego de que el intento del ingeniero por replicar el experimento terminara con un bloque de acero completamente inmóvil. La historia paso rápidamente a ser poco más que una anécdota de escasa credibilidad, achacada a pueblerinos que habían tomado demasiado, y pronto el interés en el “Metal Milagroso de Békéscsaba” pasó al olvido.

La Wolkenkommission


En 1838, los canales diplomáticos del imperio alertaron que Prusia, nación con la cual Austria mantenía una férrea rivalidad por el control de la Confederación Germánica, se encontraba en proceso de desarrollar su propia tecnología de levidad flogistrónica. Esto causó pánico en la corte imperial austriaca, pues la relación entre ambas potencias se encontraba en un punto muerto y la ocurrencia de un conflicto armado era ya una cuestión de tiempo. Preocupantemente tardía en la incorporación de algunas de las nuevas tecnologías militares desarrolladas en el resto de Europa y América, Austria-Hungría se vio en la necesidad de prepararse para una eventual guerra estratonáutica con la cual no sabía cómo lidiar, mas todos los intentos por desarrollarla por su cuenta resultaron desastrosos. 

En paralelo, sin embargo, Günther von Welsbach, general del ejército austro-húngaro y uno de los miembros de la delegación que años antes visitó a Kosztka, continuó indagando la materia del misterioso metal volador. Aunque inicialmente se topó con trabas, la seguidilla de fracasos -varios de ellos con docenas de muertos en el proceso- en los experimentos con flogisto, gases nobles y propulsores terminó por conseguirle un puñado de recursos de las arcas imperiales para volver a insistir en el asunto. Von Welsbach formó un equipo de científicos e ingenieros denominado Departamento 36, pero que pasó a ser jocosamente conocido como la Wolkenkommission, la Comision de las Nubes, la cual tendría por objetivo replicar el fenómeno descubierto por Kosztka, quien a su vez fue designado como líder del grupo, pese a sus protestas referentes a colaborar con el desarrollo de armamento.

El equipo tardó años en replicar el proceso, dando finalmente con la metodología correcta en 1847, justo a tiempo para la Primera Guerra de Independencia Italiana, la cual vio a Austria-Hungría intentando aplacar la revuelta del Reino de Lombardía-Venecia. Debido a la relativamente pequeña escala del conflicto y a la seguridad de los austriacos en su victoria, esta guerra fue interpretada como el momento perfecto para probar los resultados de la Wolkenkommission de Von Welsbach y determinar de una buena vez si todo ese esfuerzo había servido de algo.

Castillos en el Cielo

Si bien las primeras propuestas desarrolladas por los miembros de la comisión involucraban utilizar el metal -que Kosztka bautizó como wolkenstahl, habiéndose encariñado con el apodo- para crear ornitópteros y otros vehículos aéreos ligeros, Von Welsbach tenía en mente una aplicación radicalmente distinta: El wolkenstahl no elevaría navíos, sino que edificios. En tiempos en que nadie tenía del todo claro como debía desarrollarse una guerra en los cielos, Von Welsbach optó por un razonamiento que quizá habría estado más acorde con las batallas de infantería y asedio de los tiempos napoleónicos. Ordenando la construcción de fortificaciones voladoras que pudiesen simultáneamente participar como unidades de guerra móviles, centros de logística y puntos de control estratégico, el plan del general consistía en crear una infraestructura que, una vez ganada la guerra, sirviese para evitar que otra comenzara, imponiendo un dominio del cielo tan férreo como el de cualquier territorio conquistado.

Tal como esperaba que ocurriera, la reacción de las fuerzas italianas ante el surgimiento de torres y fortalezas voladoras de entre las nubes que cubrían los Alpes fue de estupor generalizado. Dos colosales ciudadelas flotantes, Blauburg y Faust von Venedig, apoyadas por docenas de torreones de diferentes formas y tamaños denominados wolkenturm, causaron estragos entre las tropas rebeldes. Capaces de portar un peso esencialmente ilimitado, las fortalezas voladoras de Von Welsbach fueron generosamente equipadas con suficiente armamento como para hundir la totalidad de la Real Armada británica, empleando morteros y cañones navales de potencia devastadora.

Esplendor Imposible

La victoria dio a Von Welsbach la razón, los recursos y la influencia para catapultarse a lo más alto de la corte imperial. No solo había aplastado a los italianos sin perder hombre alguno, sino que en el proceso había colocado a Austria-Hungría en la palestra global como poseedora de quizá el arma más temible que la humanidad hubiese visto jamás. Sin dar pausa, la Wolkenkommission fue puesta a multiplicar este metal milagroso y las industrias del imperio a erigir las estructuras que este elevaría tan alto como el Sol. Sin embargo, serian los nobles, y no los soldados, quienes llevarían esta tecnología a su siguiente estadio evolutivo.

Dicen que todo comenzó con una discusión: Sentado en su biblioteca privada, el Conde Leopold Ezterházy von Galántha habría reclamado a su mujer, la Condesa Agatha Matild, que los pinos y arboledas que esta tanto cuidaba le impedían ver con claridad las aguas del hermoso Lago Mondsee. Sin prestarle mayor atención, esta le habría respondido “Si tanto te molesta, ¡por qué no levantas tu biblioteca, viejo cascarrabias! Mis arboles de ahí no se mueven”. Y con un “¡Quizá lo haga, so bolsa de arrugas!”, el Conde Leopold se embarcó a la locura. 

Tirando de algunas de sus muchas cuerdas en el Hof, el Conde Leopold logró que uno de los ingenieros de la Wolkenkommission visitase su palacio de verano en Mondsee, con el fin de que evaluase la mejor manera de echarlo a volar. Olvidándose de todas las dudas y resquemores que la sana prudencia le hizo experimentar luego de oír lo que el viejo noble estaba dispuesto a pagar por ello, los planes para instalar la subestructura de wolkenstahl bajo el palacio estuvieron listos al cabo de tres meses, y en menos de un año el edificio flotaba apaciblemente sobre blancos nubarrones, sus vetustos torreones y espigadas techumbres luciendo como sacadas de un cuento de hadas.

La fiesta de máscaras con la que el buen conde inauguró la magnífica nueva ubicación incluía entre sus invitados a todo aquel que valiese la pena nombrar, y durante esta se implantó el incentivo más poderoso que la mente humana ha sabido concebir: La envidia. Si los Ezterhazy von Galántha tenían un palacio en el cielo, ¿por qué no los Von Metternich? Claramente la dignísima casa de los Khevenmûller-Metsch no podría ser menos, y que no se diga de un Starhemberg que sus propiedades están todas amarradas al suelo, que vergüenza. A esta incipiente moda pronto se unirían las castas menores de la aristocracia, burgueses y mercantes adinerados, así como numerosas entidades estatales y uno que otro excéntrico extranjero. Planes se urdieron para levantar las más absurdas obras de edificación celeste; una vez que los arquitectos cayeron en cuenta que las sorprendentes cualidades del wolkenstahl les permitirían diseñar estructuras que bajo cualquier otra condición serian imposibles de mantener en pie, se lanzaron en una frenética carrera por superarse mutuamente, en lo que con los años ha venido a ser descrito como el Pequeño Renacimiento Austriaco.

Lagunas en el cielo alimentadas por glaciares artificiales, teatros entre las nubes, castillos de torres tan altas y delgadas como agujas; parecía no haber límite a lo que el ingenio humano podía crear, y el mundo observaba atónito como una maravilla tras otra era arrojada a surcar las alturas del Oberreich, tanto que se acabó instalando un término para referirse a la creciente obsesión austro-húngara por plasmar fastuosidad y opulencia de la mano con tecnologías fantasticas: Herrlich.

Terror en el Firmamento

Mas la debacle que todos esperaban finalmente llegó: En 1866, Prusia y Austria-Hungría se declaran formalmente en guerra por el control de Germania, y el mundo se paraliza a la espera de lo que iría a ocurrir. Los austro-húngaros, confiados por su tecnología superior, movilizan la Wolkenflotte esperando una rápida victoria, adentrándose en territorio prusiano y sepultando las ciudades de Breslau y Liegnitz bajo una letal lluvia de artillería. La embestida es prontamente respondida por las fuerzas de Bismark, empleando una sorprendente nueva tecnología denominada gas atronador. Aunque menos eficiente que el wolkenstahl, esta otorga a los prusianos la posibilidad de nivelar el campo de batalla, y durante dos años los cielos centroeuropeos se iluminan con los estruendosos intercambios de fuego de las potencias; regiones enteras son devastadas, primero por los letales bombardeos y luego por las estrepitosas caídas de los leviatanes que luchan por ellas. La destrucción es incalculable.

La brutalidad del conflicto termina por ser la principal motivación para concluirlo. En Diciembre de 1866, comandos italianos logran sabotear el Palacio Imperial de Hofbsburg, el cual colapsa sobre Viena y cobra la vida de decenas de miles de personas, entre ellas gran parte de la familia imperial. Luego, en Marzo del 67, el almirante prusiano Helmut von Klotz ordena la liberación de miles de metros cúbicos de gas atronador sobre la capital bávara de Múnich, sumiendo la comarca en un manto de oscuridad que tardaría meses en ceder y que provocaría incontables muertes por frío y hambruna. La paz llega finalmente luego de las temerarias acciones del schlosskommandant austro-húngaro Ignaz Hasenöhrl, quien intenta estrellar el monumental Tor von Stürmen directamente sobre Berlín, forzando la firma del armisticio (pese a lo cual se vio obligado a precipitar la fortaleza en los campos circundantes, pues su estabilidad estaba críticamente comprometida. Esto sería una futura fuente de conflicto para ambas naciones, pues la ciudadela resultaría ser un cofre de tesoros lleno de lo último en armamento wolkenwerk).

Austria en el Cielo, Austria en el Suelo

La Guerra Austro-Prusiana dejó en evidencia lo espeluznantemente devastador de estas nuevas tecnologías y sería la impulsora del desarrollo estratonáutico a nivel global. Mas para Austria-Hungría, el wolkenwerk habría de causar otra clase de problemas.

Durante el conflicto, los habitantes de ambas naciones vivieron bajo el temor constante de un enemigo que no necesitaba trepar murallas o vadear ríos. Aquellos que vivían en el suelo, al menos. Pocas semanas tras el inicio de la guerra, gran parte de la aristocracia cuyos palacios y mansiones habían sido puestos a volar cayeron en cuenta que podían escapar ilesos del conflicto si simplemente movían sus propiedades a sitios menos expuestos. Este éxodo de baluartes, casas de ópera y jardines celestiales pasó relativamente inadvertido en un comienzo, mas para cuando la Himmelsmarine prusiana logró irrumpir hacia el interior de la nación, la pregunta que muchos austro-húngaros y húngaros comunes se hicieron fue “¿Por qué no nos ayudan?”.

Al finalizar la guerra, el espíritu de unidad y patriotismo que un evento como ese genera rápidamente cedió, dando paso al resentimiento generado por la aparente cobardía y desapego de la aristocracia. El resentimiento cuajó en odio -muy posiblemente influenciado por activistas prusianos e italianos-, y no pasaron meses antes de que revueltas estallaran en numerosas localidades. La llamada Revolución del Barro tomó a la debilitada nación por sorpresa, y la brutalidad con la que fue suprimida terminó por partir a la sociedad en dos: Un Austria en el Cielo, el Oberreich, la de los nobles, los soldados y los patriotas, y otra Austria en el Suelo, el Unterreich, la de los sucios, los traidores y los separatistas; o según se cambie la perspectiva, un Austria en las Nubes, la de los cobardes, los egoístas y los opresores, y otra Austria en la Tierra, la de los pobres, los aguerridos y los sacrificados.

Difícilmente el flemático Barnabás Kostzka habría podido predecir lo que su accidental descubrimiento terminaría por provocar, pero habiendo muerto en uno de los tantos bombardeos que el Oberreich ha descargado como castigo sobre el devastado Unterreich, cabe imaginarse que habría preferido guardárselo para sí.

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