martes, 21 de junio de 2016

Reloj de Vapor: ¡Piratas!

Desde que los primeros valientes en atreverse a surcar los mares cayeran en cuenta de que transportar bienes por las aguas era mucho más efectivo que hacerlo por tierra, los primeros piratas descubrieron que robar barcos completos era considerablemente más lucrativo que asaltar caravanas. Una plaga tan antigua y resiliente que ha sobrevivido a faraones, reyes, sultanes y presidentes, la piratería siempre ha sido un fiel reflejo de su tiempo (en un espejo de lo más sucio, digámoslo, pero un reflejo al fin y al cabo), y su encarnación moderna no es la excepción, habiéndose adaptado rápidamente a las nuevas tecnologías para azotar mar y cielo por igual.

Un Nuevo Siglo de Oro

La guerra es el mayor aliado de la piratería; aquellos cañones que las naciones apuntan unas a otras están demasiado ocupados como para lidiar con las ratas que les roban por las espaldas. Y aunque durante la segunda mitad del Siglo XVIII las potencias europeas fueron capaces de ponerle riendas a esta bestia, el Siglo XIX vio gran parte de esta labor arruinada, primero por el surgimiento de la piratería estratonáutica y posteriormente por la creciente inestabilidad geopolítica.

Alimentados por las pugnas entre las potencias, la expansión colonialista -junto con el tentador comercio involucrado- y el establecimiento de cuasi-naciones dispuestas a ofrecerles santuario, los piratas decimonónicos se encuentran en pleno auge, embolinando las nubes y haciendo que las olas hiervan.


Las Provincias Piratescas


Que se sepa, no existe una sola organización que unifique a todos los piratas del globo; en ocasiones corren rumores de hermandades secretas y pactos de sangre que discurren por los siete mares, pero la caótica realidad, donde piratas de estos, esos y aquellos colores están tan prestos a masacrarse entre ellos como fueren mercantes portugueses atiborrados de canela, no parece respaldar aquellas historias. Dicho lo anterior, se ha vuelto costumbre entre las flotas del mundo el identificar cinco grandes regiones según las cuales la piratería se divide, denominadas "provincias piratescas". Singapur, la Cofradía Austral, las Costas Berberiscas, la Costa de los Piratas y los Cielos de Cachemira, todos lugares que se han vuelto sinónimos de peligro y latrocinio, pero también de cierto carisma romántico que evoca aventuras y libertad a ultranza.

Singapur es el principal centro de piratería en el sudeste asiático. Devastada por los maremotos ocurridos durante el Día del Trueno, la ciudad cayó bajo control de múltiples organizaciones criminales rapiñando sobre los miles de damnificados, las que eventualmente forzaron a la Compañía de las Indias Orientales a abandonar el puerto. Reconstruida con la habilidad de un carpintero tuerto (apilada sería quizá una mejor palabra, con algunos trozos colgando del aire aquí y allá gracias a trozos del sur de China que acabaron por esos lares), Singapur es hoy un hacinado antro de rufianes, sicarios y traficantes, base de operaciones de cuando menos tres docenas de tripulaciones y centenares de agentes independientes. Pese a su estatus como agujero de alimañas, la ciudad se encuentra protegida por una complicada red de tratos y pactos secretos que sus siete maharajáes han forjado con potencias y compañías extranjeras, especialmente con los holandeses, quienes gozan de generosos beneficios comerciales. Y cuando eso no funciona, los restos del HMSS Obliterator, estrellado en medio de Singapur durante el cataclismo, sirven como feroz batería de artillería -y posible bomba de tiempo.

La Cofradía Austral, en el extremo sur de América, es una colección de bandidos, mercenarios, experimentos independentistas, pseudo-naciones y cuanta rareza geopolítica se pueda uno imaginar. Protegida por los traicioneros fiordos patagónicos, la Cofradía existe como el resultado de la anarquía desatada que se apoderó de la región tras el colapso de la República de Chiloé, demostrando ser un irreductible pandemonio a todos quienes han intentado ponerlo bajo control. Instalados en las puertas del Océano Pacífico, los piratas australes festinan regularmente de navíos circulando por el Estrecho de Magallanes; las flotas regresando de las ricas colonias en Mu tienden a ser su plato predilecto, pero cualquier cosa que flote o vuele por la zona está en el menú.

Las Costas Berberiscas, en el norte de África, persisten como uno de los mayores dolores de cabeza para Europa. Nido de piratas desde tiempos del Profeta, los pequeños reinos y clanes que se reparten su extensión gozan del favor y protección del Imperio Otomano, el cual está contento con dejar que roben y esclavicen a quien se les cruce por delante a cambio de su lealtad. Las razzias o redadas berberiscas atormentan aldeas y puertos por todo el Mediterráneo, y con la adopción de aeronaves turcas durante la invasión francesa de Argelia en 1830, los piratas de la región han podido extender inmensamente su alcance, atacando localidades tan distantes como Brasil, Irlanda y Zanzíbar.

La Costa de los Piratas, en el extremo oriental de la Península Arábiga, es un embrollo que nadie entiende: Los ingleses reclaman que los holandeses financian a los piratas de la zona para que depreden su comercio en el Índico; los holandeses acusan a los turcos de atizarlos para asegurar su control sobre el Mar Rojo y el Golfo Persa; los turcos apuntan a los rusos y señalan que todo es una artimaña del Zar para desestabilizar la región; y los rusos responsabilizan a los ingleses por fabricar el asunto para justificar su militarización de la zona. Lo más probable es que todos estén en lo correcto, apuntándose cínicamente unos a otros mientras los piratas se quedan con pan, pedazo, tesoro y esclavo. 

Los Cielos de Cachemira corresponden a una vasta e inexplorada región en el corazón de Asia, dominada por un conjunto de clanes de piratas del aire. Docenas de inexpugnables fortalezas se ocultan en las elevadas cumbres montañosas, siendo tremendamente difíciles de ubicar y otorgando cobijo a estratonautas que ya eran antiguos cuando el primer emperador mogol intentó infructuosamente acabar con ellos. Que sus complicadas y ancestrales tradiciones no confundan, sin embargo; estos piratas son tan sanguinarios como cualquier otro, cosa que bien saben los mercantes ingleses, persas, indios, rusos y chinos que han aprendido a escapar ráudamente de cualquier nube que parezca estarse moviendo contra el viento.

Hostis Humani Generis


La doctrina del Mare Liberum, o Mar Libre, estipula que el altamar pertenece a toda la humanidad; nadie se puede hacer con su control, siendo el uso libre y honesto de las aguas un principio que todo ser civilizado debe respetar. Las naciones poseen el derecho a reciprocidad en guerras y escaramuzas, pero más allá de eso, procurar la apertura de los mares es un imperativo moral.

Sobra decir que todo esto le va sin el menor de los cuidados a un pirata; su oficio consiste precisamente en el uso deshonesto del altamar. ¿Que hacer, entonces? “Si las aguas nos pertenece a todos”, dicen los juristas navales, “viene de perogrullo decir que aquellos que abusen de ellas injurian a la humanidad en su conjunto”. Y de aquí surge la idea del Hostis Humani Generis, el Enemigo de la Humanidad, manera docta de referirse a la condición de un pirata como presa libre para cualquier individuo que tenga el infortunio de cruzarse con el. En términos prácticos, esto quiere decir que toda persona, sin importar su origen o condición, goza del derecho de capturar y ejecutar a quienes ejerzan la piratería. Y con el auge del latrocinio naval, no son pocos quienes han encontrado su llamado en la cacería de bucaneros y ratas de mar -dar con una tripulación cansada y rica tras una redada exitosa puede dejar a un sujeto provisto de por vida-, aun cuando en ocasiones la diferencia entre cazador y cazado no sea más que la dirección en que vuelan las balas.


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