Pero para el común de las personas en 1883, el asunto es poco más que brujería científica, tema de charlatanes y periódicos sensacionalistas. Hubo un tiempo en que el público creyó en ellos, los cronólogos y crononautas, pero todo terminó por venirse abajo entre escándalos y desfalcos, sepultando la incipiente disciplina para siempre en el imaginario popular.
Aquí daremos un rápido vistazo a su corta y problemática vida pública.
Aunque poco más que ficción por estos días, hubo un tiempo en que la crononáutica -la colección de disciplinas enfocadas en el estudio y ejecución de los viajes temporales- cautivó al globo con sus fantásticas promesas, haciendo que muchos creyésemos estar al borde de un descubrimiento de tal magnitud que sus repercusiones alterarían para siempre el curso de la historia.
Empero, una seguidilla de decepciones, errores y francos embelecos acabaron echando por tierra todo aquello, destruyendo reputaciones y manchando a todo aquel alguna vez asociado con la materia.
Aunque lamentable, la corta historia de la crononáutica no deja de ser un relato interesante, una lección de los peligros de dejarse llevar por las fantasías del romanticismo científico.
Profesor Bentham Cloyne
La Escuela de Ingolstadt
La Crononáutica remonta sus humildes inicios a una controvertida teoría desarrollada en los pasillos de la Universidad de Ingolstadt, en Baviera. A mediados del Siglo XVIII, Konrad Himler y Sebastian Güntherhaus, ambos reputados filósofos naturales y miembros activos del Freidenkerkreis, hicieron pública su obra Gespräche über Zeit un Ort (“Conversaciones Sobre el Tiempo y el Lugar”), en la que elaboraban una serie de principios al respecto de lo que llamaron “cronotopometría de la materia” y de cómo, bajo las condiciones adecuadas, sería posible su cuantificación. La teoría de Himler y Güntherhaus –que fuera declarada “filosóficamente estimulante, pero carente de todo sustento práctico” por sus pares-, se levanta sobre tres supuestos fundamentales:
1.- Todos los cuerpos existen en un lugar y momento a la vez. Dos cuerpos pueden existir en el mismo lugar o en el mismo momento, mas no en ambos simultáneamente.
2.- Tal y como los cuerpos están dotados de altura, anchura y volumen, también lo están de edad. El lugar y el momento que ocupa un cuerpo pueden ser medidos.
3.- De la intersección de las coordenadas cuantificables de sus dimensiones de lugar y de momento es que puede determinarse donde y cuando un cuerpo existe en relación a otros. Esta propiedad de exclusividad en el espacio y en el tiempo, o Cronotopometría, es natural y única a todo cuerpo, sea su existencia discernible o no.
A partir de ellos, la teoría procede a sugerir que si la ubicación y el tiempo en que un cuerpo existe pueden ser medidos de manera cuantitativa, sería entonces posible determinar el lugar y momento en que cualquier cuerpo existe; solo restaría dotar a su cronotopometría de un valor numérico, tratándolo como una intersección entre cuatro ejes: La altura, la anchura, el volumen y la edad.
Por supuesto, el principal y más evidente escollo Himler y Güntherhaus se vieron obligados a enfrentar fue la aparente imposibilidad de crear un sistema de referencia que fuera capaz de medir unívocamente la cronotopometría de un cuerpo, puesto que todas las metodologías de medición conocidas simplemente se reducían a acotar el tiempo y el espacio en secciones completamente arbitrarias y sin verdaderas correspondencias universales en la naturaleza. Sin importar en que tantas secciones dividieran un metro o que tan preciso fuera el reloj utilizado, sin una medida de referencia desde la cual marcar un centro, un inicio o un final, no había manera apreciable de cuantificar cronotopometría de un cuerpo.
Lamentablemente, ninguno de los dos fue capaz de dar con una solución al dilema, y la reticencia de otros académicos a dejar de lado sus propios proyectos para involucrarse en lo que a todas luces era una causa perdida, sumada al grave desorden en que se hallaba la universidad por aquel entonces, condenaron a las teorías contenidas en Zeit und Ort a permanecer olvidadas en las polvorientas bibliotecas de Ingolstadt.
Werner, Hartman y la Resonancia Cronoetérea
La casualidad impidió que las teorías de Himler y Güntherhaus se perdieran para siempre. En 1811, Karlheins Werner dio con la única copia impresa del Zeit und Ort mientras reunía material de investigación para sus propios estudios sobre la naturaleza del tiempo. Con Ingolstadt ahora bajo el liberal manejo del Freidenkerkreis luego de la partida de los católicos y financiado por un noble bávaro de nombre Christian Friedich Wilhelminer –quien durante los años en que duró su relación se dedicó a atormentarlo con su casi lunática insistencia en mantener todos sus estudios en secreto-, Werner se abocó de lleno al desarrollo de una revolucionaria idea, fundamentada en la Teoría Cronotópica y en los descubrimientos con los que pocos años antes Thomas Young había logrado demostrar la existencia del éter luminífero: Que el entramado etéreo del universo, que permea a la materia y el espacio en su totalidad, se ve perturbado por la naturaleza del lugar y momento que cada cuerpo ocupa.
Werner describió a esta perturbación como una resonancia, luego de que sus investigaciones demostraran que el éter “vibra” con patrones que muestran consistencias relacionadas a la ubicación de un cuerpo en el tiempo y el espacio. El método que utilizó consistía de un contenedor de cuarzo en forma de una copa invertida, al cual estaba adherida una delgada aguja, la que a su vez tocaba una superficie de vidrio pintado; el cuarzo utilizado era del mismo tipo identificado por Young como “sensible al éter” y conectado a una corriente eléctrica, de manera tal que los movimientos en el éter circundante hicieran vibrar al cuarzo, transmitiéndose a la aguja, la que luego rayaba la pintura del vidrio, “dibujando” las vibraciones. Construyó diez aparatos iguales y los dispuso en sitios en torno a la universidad, procurando que todos fueran protegidos y vigilados para evitar movimientos indeseados. Lo que Werner pudo deducir a lo largo de los cinco años en que duró el experimento fue que las vibraciones medidas mostraban dos clases de patrones:
- Los Topométricos, concernientes a la ubicación de los cuerpos en el espacio. Estos resultaron diferentes unos de otros pero consistentes para cada uno en el tiempo con variaciones menores. Las pequeñas diferencias fueron ignoradas, ya que se condecían con el Principio de Corrientes del Éter, donde el movimiento de cuerpos muy grandes o densos, como el planeta Tierra, genera desplazamientos en el éter y lo arrastra consigo.
- Los Cronométricos, concernientes a la ubicación de los cuerpos en el tiempo. Estos demostraron ser exactamente iguales para todos los aparatos medidos en un momento específico, cambiando al unísono a medida que las mediciones progresaban en el tiempo. Solo se detectaron pequeñas alteraciones momentáneas, que sin embargo afectaron a todos los objetos por igual, y fueron descartadas como interferencias del entorno.
Las conclusiones que Werner pudo obtener de este experimento fueron dos: Primero, que para cada combinación de lugar y momento existe también una única combinación de vibraciones del éter, y segundo, que tanto las vibraciones topométricas como cronométricas muestran incrementos respecto a un origen. Las estimaciones hechas por Werner situaron el origen cronométrico unos novecientos sesenta millones de años en el pasado, mientras que el origen topométrico parecía situarse en algún sitio de la costa este del Mar Mediterráneo, lo que si bien le resultó especialmente insólito, nunca consiguió profundizar del todo.
En forma paralela, el inglés Joseph Heartman había llevado a cabo una serie de experimentos con el propósito de determinar si era posible calcular la antigüedad de un objeto por medio del estudio de las propiedades del éter que arrastraba, los que hasta la fecha no habían resultado particularmente satisfactorios. Todo lo que había podido descubrir era que los cristales de cuarzo reaccionaban de manera diferente ante el éter liberado por ciertos objetos al ser sometidos a una corriente eléctrica, deduciendo que dicho éter permanecía atrapado en su interior, ya que no se comportaba de la misma manera que el éter circundante. Llamó a este fenómeno Imprimación Etérea.
Ambos cruzaron rumbos durante un simposio sobre las ciencias del éter organizado por el Real Instituto Británico en 1818, durante el cual Heartman se mostró sumamente interesado en los descubrimientos de Werner, proponiéndole llevar a cabo una investigación conjunta. Los propios hallazgos del inglés sorprendieron al académico de Ingolstadt, que en ningún momento había considerado la posibilidad de que porciones del éter pudieran separarse del flujo global y quedar fijas; el Principio de Corrientes solo admitía desplazamientos momentáneos o “estiramientos” de la substancia, no captaciones permanentes. Lo que sus estudios posteriores revelaron fue sorprendente: El éter imprimado poseía una resonancia distinta a la del éter circundante, mostrando patrones cronotópicos que correspondían a fechas y sitios muy distintos a los que las estimaciones de Werner daban por supuesto. ¿Qué quería decir esto? Ninguno de los dos estaba del todo seguro, pero sabían que acababan de abrir la puerta a un mundo de misterios tan inquietantes como peligrosos.
La Primera Topomigración
Para 1825, los trabajos de Werner y Heartman habían revolucionado las ciencias del éter. La razón se hallaba en lo que habían logrado: Manipular la frecuencia topométrica de una sección delimitada del espacio, obligándola a topomigrar, es decir, cambiar su ubicación de manera instantánea sin tener que trasladarse. Habían descubierto la teletransportación.
Para realizar tal hazaña, primero fue necesario replicar la frecuencia a la que un sitio en el espacio se encontraba asociada. Esto lo lograron por medio de un proceso de Resonancia Mecanizada, utilizando un sistema de engranajes que memorizó la manera en que una serie de cristales de cuarzo electrificados vibraban, para luego recrearla sobre un grupo diferente de cristales, tal cual se tratara del aparato interno de una caja musical. Esto resultaba en el segundo grupo de cristales vibrando a la frecuencia del primero, vibración que transmitían al éter circundante, el que pasaba a ocupar la posición correspondiente a la resonancia recreada. Al colocar estos cristales de manera tal que el éter afectado estuviera contenido dentro de un área delimitada, Werner y Heartman lograron que una sección del espacio cambiara de ubicación, llevándose lo que estuviera en su interior con ella. A causa de un fenómeno que llamaron Conversión Autónoma, la sección ocupada cambiaba lugares con la topomigrada, intercambiando sus frecuencias de vibración. El experimento tuvo como objetivo topomigrar un busto de mármol de sesenta kilogramos desde los laboratorios de la Universidad de Ingolstadt hasta una zona de terreno desocupado a casi dos kilómetros de distancia. Este desapareció de la plataforma de trabajo como se esperaba; en su lugar aparecieron cerca de tres toneladas de tierra y rocas. Dos días después, el busto pudo ser encontrado a siete metros de profundidad y más de doscientos de distancia del objetivo inicial. Aunque con cierto margen de error, lo habían logrado. Ahora solo restaba intentar moverlo en el tiempo.
Los Fósiles Cronoestáticos
En la edición del 3 de Octubre de 1827 del London Times se leía, en grandes letras, “¿Están las llaves del pasado al alcance de la mano?”, en referencia a las especulaciones que rondaban en la comunidad científica desde que el experimento de Topomigración de Werner y Heartman tuviera éxito: Si, al menos en teoría, fuese posible realizar el mismo ejercicio de replicar una frecuencia etérea imprimada y esto resultase en la cronomigración del cuerpo manipulado –es decir, que viajase en el tiempo-, ¿Dónde podrían estas frecuencias encontrarse? Con escasa rigurosidad científica y no pocos ánimos sensacionalistas, la columna procedía a indicar una serie de posibles “fósiles cronoestáticos” –término popularizado por dicha publicación-, objetos que podrían haberse visto sometidos a los efectos de la imprimación etérea en algún momento trascendental de la historia y que como tales podrían ser “las llaves de las puertas del pasado, el boleto de un viaje que podría llevarnos a presenciar las conquistas de Persia y disfrutar de banquetes junto al César”. Si bien la columna fue criticada por la ligereza de sus conclusiones y la pocos o ningún fundamentos que el periodista utilizó para confeccionar su lista, despertó un considerable interés sobre la materia en el público general, y lo cierto es que la idea de extraer una frecuencia desde el interior de una estatua de Nefertiti y poder abrir un portal al Antiguo Egipto intrigaba hasta al más conservador de los académicos.
Al poco tiempo museos, universidades, catedrales, sociedades históricas y coleccionistas privados de todas partes comenzaron a verse asediados día y noche por entusiasmados investigadores de dudosos antecedentes, solicitando instalar sus inusuales equipos con el fin de evaluar potenciales fósiles cronoestáticos. Como era de esperarse, estas solicitudes tuvieron por respuesta tajantes y no siempre respetuosas negativas, mientras que curadores y arqueólogos sufrían fatigas cortas de infarto toda vez que les eran detallados los “completamente infalibles” procedimientos a los que pretendían someter sus preciosas obras de arte de valor incalculable. Ante estos escollos, algunos de los autoproclamados “cronólogos”, impulsados más por la codicia que por la ciencia, decidieron acudir a métodos menos trasparentes, coludiéndose con toda clase de ladrones y profanadores de tumbas para conseguir sus objetos de estudio. Entre 1828 y 1832, cientos de irreemplazables piezas fueron robadas de colecciones en Europa y Estados Unidos, mientras que falsos arqueólogos causaron estragos en sitios de Egipto, Grecia y Centroamérica, dando a los cronólogos una reputación de manilargos, charlatanes y traficantes que poco bien hizo a la incipiente ciencia.
Como si las cosas no se hubiesen vuelto ya lo suficientemente peliagudas, en 1834 el cronólogo y prófugo de la justicia Hans Georg Konstantinovic disparó contra el Emperador Franz I de Austria, durante un atraco a los relicarios del Palacio Imperial de Viena. Si bien Konstantinovic fue abatido, la bala no pudo ser extirpada, finalmente causando la muerte del emperador al año siguiente. El magnicidio desembocó en un edicto que prohibió toda práctica de o investigación relacionada con la cronología en territorio austriaco, disposición que fue luego imitada por otras naciones europeas, cansadas de la batahola de robos y supercherías pseudocientíficas. En la misma línea, fundaciones y universidades que auspiciaban a numerosos cronólogos, preocupadas por los efectos en la opinión pública, pusieron fin a sus planes de financiamiento y cortaron su acceso a laboratorios, prácticamente sepultando los intentos por ahondar el campo de estudio de la cronología.
El Fiasco de Honnecker
Wolfgang Honnecker, un adinerado austriaco avecindado en Filadelfia reconocido por sus excentricidades, causó gran revuelo a través de los periódicos estadounidenses en 1841, cuando hizo público el anuncio de que un grupo de científicos bajo su auspicio había logrado obtener una llave cronotópica a partir de las piezas que componían su colección privada de arte babilónico, y que en el plazo de un año finalizarían la construcción de la máquina que lo transformaría en el primer hombre en viajar en el tiempo. Desde el incidente de Viena siete años antes, las publicaciones en la materia habían cesado por completo, habiéndose transformado en la brujería científica de lunáticos inescrupulosos, y eran muy pocos quienes estaban dispuestos a enturbiar su nombre por verse involucrados en el tema. Pero esto no evitó que el interés del público pasara de inicial curiosidad a ansiosa expectación a medida que más y más noticias sobre los intentos del magnate por viajar al pasado llegaban a sus oídos.
Tal y como fue prometido, la máquina del tiempo de Honnecker estuvo lista para el otoño de 1842, anunciando su puesta en marcha el 6 de Noviembre del mismo año, a presentarse en el Museo de las Ciencias del Instituto Franklin de Filadelfia. Como el filántropo que era, Honnecker logró reunir una nutrida audiencia de científicos, autoridades y académicos, muchos de los cuales dudaban del éxito de su hazaña, pero que de todas maneras estaban intrigados por ver que ocurriría. Uno de los tantos periodistas presentes describió a la invención como “Un colosal amasijo de piezas giratorias y pistones, sacudiéndose locamente al cacofónico ritmo de fuelles y válvulas copadas de vapor, alzándose sobre el escenario como si se tratara del aterrador órgano de una catedral de orates, contrastando con la preocupante delicadeza de las campanas de cristal y protuberancias de azulino cuarzo resplandeciente que bañan a la audiencia con luces y musicales tintineos sacados de otra era”. Tan intrigados como atemorizados, los presentes observaron en silencio como los asistentes de Honnecker preparaban el aparato y procuraban que todo estuviera en orden, mientras que el austriaco hacía gala de sus dotes de buen orador para cautivar sus mentes con lo que estaban a punto de presenciar. Tras ataviarse con un pesado traje de seguridad y ajustar sus gafas protectoras, ocupó el ornamentado asiento que habían fijado en el centro de una plataforma rodeada de anillos metálicos, llenos de brillantes cristales de cuarzo electrificados y con el aspecto de una singular jaula para aves. A su orden, los mecanólogos abrieron las válvulas y el pesado cilindro dentro del cual miles de complicados engranajes giraban al son de la frecuencia de los tiempos de Nabucodonosor se acopló al mecanismo principal. De inmediato, los cristales comenzaron a emitir una hipnótica vibración, brillando con mayor intensidad a cada momento. Segundos más tarde, el enorme salón se vio completamente engullido por una explosión de luz incandescente, que terminó tan rápido como comenzó. Tras la estupefacción inicial, exclamaciones de sorpresa llevaron a todos a mirar hacia el escenario, a medida que el vaho se disipaba para revelar que el asiento de Honnecker estaba completamente vacío. Anonadados, los presentes se pusieron de pie, primero algo confundidos, pero rápidamente uniéndose a la oleada de aplausos y vítores.
“¡Miren, junto al escenario!” exclamó alguien, impulsando a cientos de ojos en la dirección señalada, donde la malograda figura de Honnecker salía a trompicones por una portezuela bajo la tarima, sangrando profusamente y con su traje hecho jirones. Desorientado, alzo los brazos intentando hablar, pero fue incapaz de articular una sola palabra antes de derrumbarse estrepitosamente. En la audiencia, los aplausos habían dado paso a un incomodo silencio, coreado por los fastidiosos resuellos de aquellos que caían rápidamente en cuenta del elaborado engaño del que habían sido participes.
¿Qué había ocurrido? Durante las semanas y meses que siguieron al fiasco, mucho se especuló de lo sucedido, sobre el engaño y la dramática aparición que lo siguió. ¿Un complicado truco que no había salido del todo bien? Quizás Honnecker había quedado atorado en la trampilla que claramente debió haber utilizado para desaparecer con tal rapidez, o una de las piezas de la máquina pudo haberse soltado mientras se escabullía bajo el escenario. Una minoría algo más osada especulaba con la idea de que el aparato realmente podía funcionar, pero que los mecanólogos habían cometido un grave error de cálculo, sometiendo a Honnecker a terribles presiones etéreas que por poco le matan; después de todo, Werner y Heartman habían demostrado que la teleportación era posible, y de eso ya dos décadas. Lamentablemente, el único hombre capaz de explicar realmente lo sucedido permanece, hasta el día de hoy, recluido en su mansión a las afueras de Filadelfia, consumido por la edad, la enfermedad y la paranoia. En la única entrevista que ha dado desde el incidente, reveló que su viaje a la Antigua Babilonia no solo había ocurrido, sino que había permanecido allí por más de tres años. El accidente, los supuestos mecanismos de escape e incluso la mala publicidad, todo habría sido obra de sus enemigos, o los “brillantes hombres con fuelles por corazón que están a tan solo una hoja de papel de distancia” como los describió al reportero. “Si nada de eso fue cierto, ¿puede alguien explicar donde conseguí las marcas de látigo que cubren mi espalda? ¿O por qué mis bolsillos estaban llenos de arena cuando me hallaron junto al escenario? Ya me parecía”.
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